UNA PLAZA CON ENCANTO
Me encuentro en el casco viejo de Pamplona caminando hacia la plaza de San José. Voy mirando hacia abajo y, de pronto, lo que era un suelo empredrado deja de serlo para convertirse en asfalto. Dirijo la vista hacia arriba y lo primero que veo es la gigantesca pared lateral de la catedral de Santa María la Real. Los rayos del sol se reflejan en sus vidirieras.
La forma de la plaza de San José es trapezoidal. El silencio que reina en ella es interrumpido por el trinar de los pájaros que se posan en las ramas desnudas de los árboles.
La primera impresión es la de que sea una plaza cerrada. Avanzando por el lateral de la catedral llego a unas escalinatas desgastadas que conducen a una puerta de acceso trasera. A continuación, haciendo rincón, se halla una pequeña vivienda con tejado de pizarra cuyo frente consta de una ventanita y un gran portalón de madera que me recuerda al de una posada medieval.
Al lado y ocupando el fondo de la plaza se encuentra un edificio de tres pisos con balcones. En el centro de la pared de piedra del primer piso hay un escudo que representa a la familia que habita la casa.
En los dos pisos restantes la piedra desaparece para dar paso al insustancial cemento moderno.
Contigua a este edificio hay una pequeña vivienda que hace esquina con la calle Redín. Me asomo y la penumbra la invade. Ando unos pasos y su pavimento de pedruscos me recuerda al de un pueblo del Pirineo por dónde es díficil andar sin que se te tuerza un tobillo.
En el otro lado de la calle, formando un ángulo de noventa grados, se encuentra el convento de la Siervas de María cuya puerta de entrada a modo de templete forma parte de la portada de su iglesia. Sobre él hay un óculo y, arriba del todo, un campanario con dos campanas.
La monótona seriedad de color que se da en todos los edificios de la plaza ( gris o marrón ) se rompe con la casa que limita con el convento. Verticalmente, tres pisos de miradores acristalados y pintados de verde custodian su pared central amarilla.
Las ventanas del primer piso de la casa que está a continuación son ocultadas bajo unas grandes persianas. Éstas sólo permiten observar que los dueños de ese piso han dejado de lado sus labores de jardinería para dedicarse a otra cosa, pues todas las macetas están mustias.
Entre esta casa y otra hay un callejón sin salida con el nombre de Salsipuedes, me meto en él y al fondo, obstaculizando el paso, se encuentra la iglesia de las Carmelitas Descalzas de San José cuya portada parece ser neoclásica.
La otra casa tiene en su parte baja una tienda de “Antigüedades y Trueque”. Su dueño, con una bata azul de trabajo, sale del local y por un momento creo estar sumergida en una estampa parisina de los años cuarenta.
Dirijo la mirada hacia la izquierda y éste sabor a antiguo se esfuma con la modernidad de un estudio de pintura donde unas cuantas personas trabajan afanosamente.
No sé cual es la función del edificio más grande de la plaza hasta que, al alzar la vista, distingo unas letras de hierro oxidadas en las que leo “Escuela de Magisterio”. En su tejado dos angelitos custodian los términos: letras, ciencias y artes. Sobre la puerta se indica la fecha del año de inauguración: 1861.
Me dirijo hacia el centro de la plaza . Al sentarme en unos de los bancos rojos que bordean la plazeta triangular de asfalto, leo varias inscipciones que hay en él.
En el centro del todo, hay una fuente de hierro de color negro mate con cuatro peces con cara de enfado de cuyas bocas sale agua. Varias farolas, con sendas papeleras, resguardan la fuente.
El sol se oculta tras una nube y una brisilla acaricia mi cara. Huele a humedad, comienza a hacer frío y he de irme no sin antes despedirme de este lugar tan pintoresco.
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